Paco Gómez Nadal
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Lo de hoy es una confesión pública y un reclamo reiterado. La confesión comienza con el recuerdo de una conversación que tuve hace años con el cacique Víctor, un indígena uitoto sabio y anciano que me enseñó que el secreto de la vida parte de lograr que lo que uno piensa, lo que uno dice y lo que finalmente hace sea lo mismo. Es un paso más allá de lo que para nosotros, los occidentales, es la coherencia (en nuestro caso, el escalón del pensamiento lo evitamos porque es camuflable).
Entonces, tratando de ser coherente yo no tengo hijos ni deseo tenerlos. Esto provoca toda serie de reacciones cuando lo cuento, que van del estupor de quien no concibe una vida plena sin descendencia hasta la sonrisilla sarcástica de quien sospecha que más pronto que tarde caeré o que detrás de mi firme decisión hay una impotencia infértil no confesa. Todo es posible, pero en mi caso se trata de una decisión meditada o, al menos, mucho más meditada que la de aquellos que tienen hijos porque toca, porque es el momento, o porque les da terror pensar en su vejez sin prole que los cuide.
Yo no quiero hijos por tres razones básicas. La primera es que no soy tan maduro ni responsable como para educar ni ser educado por estos seres complejos y bajitos. La segunda es que el mundo en el que vivimos me gusta tan poco que me parece una canallada triple dejárselo por herencia a quiénes no tuvieron nada que decir sobre su propia existencia. La tercera, es puro egoísmo, ya que mi vida es la que me gusta, el amor ya lo tengo invertido en una persona y no quiero dividir mis apuestas.
Todo este preámbulo es necesario antes de que establezca mi opinión sobre el tema de "la familia" y el nuevo código de la infancia que tanto artículo cargado de demencia está provocando.
Si se dan cuenta, los que escriben en contra de la nueva ley son los mismos que se echaban las manos a la cabeza con el temita de la educación sexual en las escuelas y colegios. Los que yo califiqué algún día como mojigatos, pero que hoy me atrevo a denominar como "enemigos públicos" de la infancia. De hecho, creo que los menores deben organizarse y crear asociaciones de autodefensa contra estos ayatolás de los valores.
Su punto, el de los integristas de la familia bajo la óptica opusina es que los niños y las niñas son una especie de idiotas a los que no hay que darles derechos porque quizá se los tomen. Ellos aseguran que los padres son los que tienen la pócima de la verdad y de la responsabilidad y que entender al menor de edad como un ser humano sujeto de derechos es como abrir la puerta al caos y la anarquía.
Yo, que como dije no tengo hijos y eso me confiere una gran autoridad moral, haría el recorrido a la inversa. ¿De qué ha servido hasta ahora la patria potestad dictatorial y llena de sapiencia de los padres y madres esmerados? De mucho, he de decirles. Por ejemplo, ha permitido mejorar la cuenta de ahorros de muchos psiquiatras, que no se dan abasto tratando traumas de infancia en los mismos adultos que ahora se niegan a un código de la infancia moderno. También ha permitido altos índices de violencia intrafamiliar surgida de la repetición de los patrones familiares, de los altísimos valores violentos que aprendieron victimarios y víctimas de sus respectivos padres y madres. En algunos casos, esa autoridad paternal y maternal genera nuevos alcohólicos y abusadores laborales que imitan a su papito a la perfección…
En fin, que el modelo de padres omnisapientes e hijos omniestúpidos ha sido el que ha construido la sociedad actual, llena de gente mala y perversa que, armada de fierro en pandilla o de chequera en multinacional, se dedica a destrozar otras vidas cuando deciden que ha llegado el momento de parir y generar más dolor en este planeta.
Propongo entonces un código del y la menor mucho más atrevido que el que se debate estos días. Podemos experimentar quitándole la patria potestad a los padres, obligando a los adultos a pasar de nuevo por las escuelas a ver si aprendemos algo de respeto por el prójimo. Cerremos la Asamblea Nacional de adultos y activemos con poderes reales la Asamblea infantil y juvenil. Hagamos heredar los puestos políticos y gerenciales a los hijos o hijas de los que actualmente los ocupan. Los papás y las mamás ya han demostrado su incapacidad para ser generosos con el otro, ya han dejado claro que quieren un universo plagado de injusticias y violencias visibles e invisibles. Que sean ahora los niños, las niñas y los adolescentes los que, con su carácter voluble y juguetón, nos demuestren que se pueden hacer las cosas de otra manera, quizá más temperamental, pero también más sincera.
¡Ah! Y se me olvidaba. Dejemos que sean los menores de edad los que nos den clases de sexualidad. Quizá su inocencia nos permita descubrir que el sexo no es la cosa retorcida y perversa a la que tienen pánico los mojigatos, sino que puede partir de una exploración del cuerpo propio y del ajeno tierna, naíf, casi mágica.
El autor es periodista